jueves, 17 de febrero de 2011

Yoguslavia

Mouadia era una joven muy madura o tal vez una adulta con ideas demasiado utópicas para su edad. Perdía horas y horas soñando con los ojos abiertos, tratando de encontrar la forma de ser feliz y vivir en un mundo tranquilo, apacible, en el que el amor, la solidaridad y la felicidad fueran tan abundantes como la frondosidad de un bosque o el agua del mar. Soñaba que los ricos no eran tan ricos y eran generosos, que los príncipes se casaban con plebeyas, que las leyes eran justas y que la maldad era algo que sólo existía en las brujas de los cuentos infantiles que siempre, siempre, siempre, tenían un final feliz.
Ante tanta ensoñación, el señor Iskoh, que cada mañana se detenía ante su puerta para contarle alguna historia y ser obsequiado con una de las radiantes sonrisas de la muchacha, se afanaba en explicarle que el mundo no era como ella creía, que había muchas cosas que no nos contaban y muchos lobos con piel de cordero que hacían muy difícil la vida apacible del rebaño. Pero ella no quería verlo ¡vivía en Yoguslavia! ¡Esas cosas no pasaban allí! De repente, una voz le despertó. Sidi Iskoh aparecía en la tele un día más, hablando de las miserias que asolaban a su pueblo, de las dificultades a las que se enfrentaban, de cómo el silencio internacional no era más que una fachada amable que ofrecer a la población mientras los grandes negocios, los oscuros acuerdos, se cerraban en la intimidad de las puertas cerradas. Con el gesto serio y preocupado contaba lo que estaba sucediendo en Egipto, Bahrein, Yemen... Mouadia apagó la tele y se dio la vuelta, cerraría los ojos para volver de nuevo a Yoguslavia e intentar convencer al señor Iskoh de que aquel, era un lugar maravilloso en el que podían vivir.

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