lunes, 31 de agosto de 2009

El niño meón

Tenía la cara verde –o al menos así lo recuerdo- y el pelo rubio, disparado al estilo japonés de ‘Los Caballeros del Zodíaco’. Lo que registro con claridad en mi memoria es el viscoso moco que le caía de la nariz y el estridente color amarillo del cuadro en el que estaba enmarcado. Durante más de un año el niño meón ocupó la pared central de nuestro salón y de nuestras vidas. Cuando mi nube negra se tropezó con él, las tormentas se adueñaron de nuestro espacio hasta el punto de que todo aquel que osaba acceder a nuestros dominios debía hacerlo con un pararrayos de bolsillo, por lo que pudiera pasar. Acostumbrada al olor y el sabor de la lluvia, di por sentado que las borrascas y los chubascos, los charcos y las pozas eran no sólo lo normal sino lo deseable. La espiral de la tormenta nos atrapó hasta que llegamos al punto de no retorno, las dos placas continentales chocaron y se hizo inevitable el cambio de aires. Antes de permitir que una de las dos placas se hundiese irremediablemente en las profundidades del océano, decidí virar el rumbo y llevarme mi nube negra lejos del niño meón con la esperanza de que el sol se atreviese a asomar por nuestros horizontes. Casi dos años después parece que este deseo se ha tornado realidad aunque de vez en cuando nos dejemos llevar por la negatividad y aparezcan pequeñas tormentas de verano. Yo encontré mi norte en el sur pero a veces me resisto a abandonar mi nube negra. El niño meón quiere llamarse ahora el niño optimista ya que está convencido de que sólo él es capaz de cambiar su destino, de que él puede comerse el mundo, de que no es tarde para que Anakin Skywalker abandone el reverso tenebroso de la fuerza porque ser caballero jedi satisfará su espíritu más que convertirse en Darth Vader. No me gusta el nuevo nombre de el niño meón pero sí lo que dice así que he decidido abandonarme a los brazos de Harry Potter, de Peter Pan y de los Caballeros del Zodíaco para que su fuerza me inspire, para que el optimismo me guíe y no pierda las ganas de comerme el mundo a pesar de que las tormentas se empeñen en recuperar a la diosa de las borrascas.

martes, 4 de agosto de 2009

Pesadillas

Se acerca el fin, mis últimos días sobre la Tierra están a punto de concluir y después, la nada. No sé si será el fin del planeta o si sólo yo pasaré a convertirme en polvo de estrellas pero sé que es algo que, simplemente, sucederá. Según los cálculos siderales del gran maestro Aaster los 300 están a punto de cumplirse. Así que, al grito de ‘Espartanos’ expiraré y abandonaré mi mundana existencia en este lado del paraíso. Anoche, como siempre, me acosté con la absurda certeza de que todo permanecería inmutable al amanecer, con la confianza de quien no es consciente de que el futuro llega cuando menos te lo esperas. Sin embargo, algo que aún no me explico sucedió y hoy me encuentro deshojando el calendario a la espera del pitido final. Me desperté de lo que creía una pesadilla para comprobar horrorizada que entonces sí estaba viviendo una terrible realidad. Sin saber explicar cómo me hallaba en medio del océano, sin saber qué dirección tomar, teniendo que decidir en un instante hacia donde nadar al tiempo que intentaba recordar cómo había llegado al centro de la tormenta sin haberme acercado siquiera a la orilla. Debía llevar en el agua al menos una hora ya que mi piel había comenzado a arrugarse como la de un bebé. Supongo que estuve inconsciente aunque no sé cómo fui capaz de permanecer a flote. Miré a izquierda y derecha, desesperada, pero la oscuridad de la noche no quiso ayudarme a decidir mi camino. No había gaviotas, ni barcos, incluso los peces parecían estar dormidos. Nada que pudiera indicarme el.... Justo en el instante en el que pienso que voy a perder la cabeza y morir ahogada en el mar adivino una tenue luz a lo lejos. ¡Un faro! Sacudo la cabeza, temo que sea un espejismo pero parece que la luz sigue allí. Está demasiado lejos y, además, el cansancio hace tal mella en mi que no voy a ser capaz de dosificar las pocas fuerzas que me quedan para llegar. De repente me siento cansada, muy cansada, apenas puedo mantener los ojos abiertos, tengo mucho miedo, frío, hambre, mi mente sucumbe ante la adversidad, tengo mucho sueño.... De repente, el mar comienza de nuevo a agitarse, siento que mi cuerpo queda a la deriva y soy incapaz de oponer resistencia, es entonces cuando una voz surge de mi interior y me obliga a luchar ante la muerte inminente. Por un instante siento que el mismísimo Poseidón me coge entre sus brazos y me impulsa hacia esa luz. Comienzo a nadar sin descanso, sin orden, me agoto. Paro un instante, trato de tranquilizarme y aprovechar el movimiento de las olas para avanzar. ... Algo me roza la piel, abro los ojos y miro a mi alrededor, es mediodía, una abeja inspecciona mi cuerpo tratando de adivinar si soy una amenaza para ella. Me incorporo. Estoy en la piscina. Mi hermana está a mi lado, sonríe. Estoy tentada de contarle mi absurdo sueño pero opto por darme un chapuzón. Horas y horas de sufrimiento en pleno océano y sigo acercándome al agua. Me pica la pierna, voy a rascarme y noto algo poroso, rugoso, miro y... una estrella de mar. Ahora sé que mi pesadilla me aguarda al más mínimo pestañeo. No puedo permanecer siempre despierta así que tengo que estar preparada para la próxima vez. Hasta que no sea capaz de manejar mis emociones, no podré alcanzar la costa y cada noche sentiré el aliento de Hades aguardando el instante en que el dios del mar acepte mi debilidad y me deje morir... Sin embargo, ese día aún está muy lejano. No importa cuál sea el precio, ni cuántas las noches de insomnio o sufrimiento onírico pero sé que una noche de estas lograré alcanzar el faro y ganarme de nuevo el derecho a seguir en la Tierra. Mientras ese día llega, observaré más de cerca a mi particular marciana por si en algún momento necesito emigrar a otro planeta e iniciar allí una nueva existencia.

lunes, 3 de agosto de 2009

Reflexiones

Llegó de allende los mares hace casi 40 años y siempre se ha sentido diferente. No es como la mayoría de las españolas, quizá porque ninguna de ellas se paseaba con la cara de Obama estampada en una camiseta como si nosotros estuviésemos en campaña electoral. Tiene un toque extravagante en su indumentaria y parece estar unos centímetros por encima de todos los comentarios de aquellas que la consideran, como poco, un bicho raro. Quizá lo sea. Sus reflexiones invitan casi siempre a sonreír ya que tiene una visión tan feminista de la vida que, en ocasiones, sus propuestas se me antojan casi de ciencia ficción. Sin embargo, hay días en los que hace comentarios que me invitan a ir más allá, a plantearme que, tal vez, todo lo que dice no sean “boludeces”. Hoy ha sido uno de ellos: “no tiene ninguna base científica pero es lo que creo: el páncreas es el alma de la mente y por eso es tan importante expresar nuestras emociones”. Dice que la incorporación de la mujer al mercado laboral –y su consiguiente aumento de estrés ante la falta de tiempo para dedicarse a sí misma- han hecho que el cáncer de páncreas pase de ser una dolencia casi exclusiva de los hombres a afectar también a las mujeres. Cree que el páncreas es ese lugar físico en el que la mente almacena todo aquello que nos hace sufrir y que nosotros no dejamos salir, de lo que no nos liberamos, aquello que nos consume por dentro hasta que, por fin, un día, sale a la superficie para engullirnos por completo. Quizá sea una visión un tanto tragicómica de la vida eso de apostar porque nosotros somos los causantes de nuestras propias enfermedades pero ¿y si no fuera tan descabellado? ¿y si, al igual que el corazón es el guardián del amor, fuera el páncreas el del dolor? Entonces, tal vez habría que fomentar una terapia de las emociones que nos enseñase a dejar a un lado la coraza para que pudieran aflorar nuestros sentimientos y pudiéramos así ser libres. Libres para amar, para sufrir, para ser fuertes o débiles, guiándonos tan sólo por la fuerza del corazón.