jueves, 25 de noviembre de 2010

Desfaciendo realidades indiscutibles

Yamaia estuvo este fin de semana de visita. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, por lo que había que ponerse al día de todo en tan sólo cuatro días ¡y vaya si lo hicimos! Horas y horas de conversaciones que se alargaban hasta altas horas de la madrugada, haciendo un repaso exhaustivo del mundo que nos rodea. Siempre nos hemos entendido bien, desde nuestros años en la universidad. Ya entonces éramos un poco raritas, desde luego muy alejadas de lo que podría considerarse populares, pero nos reíamos del mundo con la misma seguridad que ahora, la de quien es consciente de que nada es lo que parece, de que nuestros principios son inquebrantables aunque eso conlleve la más absoluta incomprensión de nuestro círculo.
“Hacía tiempo que no mantenía una conversación tan profunda sobre las cosas de la vida... no es tan fácil encontrar a gente con quién hablar así”, me dijo mientras comíamos uno de los días.
Yo la miré un tanto alucinada y pensé, bueno, pues tampoco es para tanto ¿no? “Yo sí que puedo hablar de todas estas cosas con bastante gente”, me dije. Entonces caí en la cuenta, sólo cuando sales del círculo, cuando sacas los pies fuera del cesto de tu más tierna infancia, de esa placenta social de la que una gran mayoría de la población no llega a salir jamás, te das cuenta de que nos toman el pelo, de que este mundo nuestro tan indiscutiblemente desarrollado, moderno y único es absolutamente invisible para la mayor parte de mi vecindario, la mayoría de los cuales hablan lenguas cuyos caracteres ni siquiera soy capaz de reproducir aún armándome de paciencia. Cuando hablo con alguno de ellos, me doy cuenta de cuánto se ha abierto mi horizonte mental, de por qué siento tanta incomprensión entre mis amistades de toda la vida. Para muchos, tener un coche mega estupendo, ganar un montón de pasta y comer y beber sin preocuparse del montante total de la cuenta son los indicadores de una vida plenamente satisfactoria. Así que no debería sorprenderme que me miren extrañados cuando les digo que yo sólo quiero ser feliz y que todos esos aderezos no me sirven para nada si no estoy con la persona que amo, si no me rodeo de gente que verdaderamente me quiera, si no tengo una recua de chiquillos que estropeen mis largas mañanas de domingo durmiendo. Entonces, me acuerdo de la poli de mi clase y pienso que verdaderamente estoy fuera de lugar: “o sea, pues para mi está bastante claro lo que es el bien y el mal, un terrorista es malo pero un mártir... un mártir muere por una buena causa luego es bueno, ¿no?”. Sí, sí, nosotros somos los buenos y los otros, como siempre, los malos. Para terminar de destrozar un poco más el cuento, recomiendo una lectura breve, la de “Armas silenciosas para guerras tranquilas” que se puede encontrar fácilmente online. ¿Brevemente? Ni los malos son tan malos ni el Estado es una hermanita de la caridad.

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