viernes, 2 de diciembre de 2011

El barrio multicolor



Hace un par de semanas los sijs del Raval salieron a la calle en procesión. Desconozco si se trataba de una fiesta especial para ellos o si se trataba, simplemente, de una acción de captación de nuevos fieles ya que varios indios se encargaban de ir repartiendo folletos informativos entre los curiosos que abarrotaban las aceras de este céntrico barrio barcelonés. El ritual era, cuanto menos, curioso, primero unos jóvenes descalzos y provistos de escobas, iban barriendo la calle por la que, a continuación, pasaría un lujoso coche arrastrando una especie de carroza en la que iba un señor de aspecto venerable. Luego, otros jóvenes se encargaban de pulverizar el aire con ambientador floral mientras otros iban dejando caer al suelo pétalos de rosa. Tras el señor, caminaban hombres y mujeres, en su mayoría descalzos, todos ellos recitando una especie de mantra ininteligible que dejaba un agradable rumor musical a su paso.







Al salir de casa ni siquiera entendía lo que estaba viendo así que lo primero que pensé fue en una manifestación de.... ¿albañiles? Iban todos con pañuelos de colores en la cabeza, en plan pirata, y con chalecos reflectantes así que la confusión dominical tenía su sentido. Hasta que les vi los pies desnudos. Ya había visto antes que los sijs salían así a la calle en sus festividades. No es que vayan así todos los días. Bueno, el caso es que esta religión, que profesan 23 millones de personas en todo el mundo, exige a sus fieles no cortarse jamás el pelo, entre otras cosas, y ocultar su cabello bajo un turbante, algo que he visto en algunos niños pequeños que, obviamente, acuden al colegio de este modo. A lo que voy es a lo de siempre, a que mientras la gente sea civilizada, cumpla las leyes y no moleste a los demás, ¿qué importa en qué crean o cómo lo hagan?

Algo que me encanta de esta ciudad es que, a pesar del clasismo que se gastan los autóctonos y de la obsesión que tienen porque todo el mundo hable catalán -es lo primero que le preguntan a cualquiera que viva aquí y sea de fuera- se respira un ambiente de diversidad y tolerancia que, por desgracia, aún no ha llegado a otros puntos del país, quizá con menos inmigración entre su ciudadanía. El caso es que aquí es frecuente ver actos culturales organizados por todo tipo de colectivos religiosos (aunque la mayoría piense que por el hecho de ser extranjeros son todos pobres e ignorantes), los niños van al colegio con las indumentarias más diversas y en las calles del barrio se oye una variedad idiomática tan grande que uno no acertaría a decir en qué país está.


Atendiendo a las indicaciones del folleto informativo que, por supuesto, acepté, uno encuentra datos sobre la esencia de esta religión que un buen día del siglo XV de nuestra era se inventó un señor en la India harto de las tensiones interreligiosas, del fanatismo, las supersticiones y los absurdos sistemas de castas que obligan a la población más pobre a permanecer así toda la vida. Por ejemplo, los sijs deben levantarse antes del amanecer, purificar su cuerpo y meditar en el nombre de Dios; también están obligados a trabajar honradamente -¡Qué desfachatez! En los tiempos que corren y ellos queriendo ir de honrados- y a repartir sus ganancias con los necesitados así como a participar en la vida en comunidad. Cualquiera que vea esto obviamente estará de acuerdo conmigo en que es una desvergüenza proponer semejantes preceptos cuando lo mejor es hacer lo que a uno le viene en gana sin importarle las consecuencias de sus actos. Efectivamente, la religión, como puede verse, promueve el mal. ¿Acaso hay alguien lo suficientemente idiota como para que le moleste que su vecino siga estas enseñanzas? Otra cosa será que le guste esta forma de adorar a Dios -reencarnación incluida- o no, pero el hecho es que ninguna religión que se precie contempla la posibilidad de aumentar su número de fieles por coacción. Así pues, ¿por qué tenemos tanto miedo a la diferencia?