Vivir en la inopia tiene sus ventajas. Cuando todo el mundo ya conocía el final de 'Perdidos' yo me encontraba aún en la fase de contacto de una serie que he visto en plan yonki en poco más de un mes. Ayer vi los dos últimos capítulos, con una duración extra y una conclusión que ni sospechaba. El colofón me pareció tan sublime que aún hoy estoy digiriendo la forma en que los guionistas dieron forma al desenlace de los habitantes de ‘La Isla’. No es sólo que sus protagonistas estuvieran perdidos en un trozo de tierra emergente en mitad del Pacífico sino que sus almas también estaban perdidas en un limbo del que ni siquiera eran conscientes. La forma en que los supervivientes de la catástrofe, que habían creado una vida paralela y ficticia en ese limbo, van reencontrándose; la manera en que un leve contacto o unas palabras activan el recuerdo de la vida en común y las emociones que el montaje de esas imágenes suscitan en los personajes y en el propio espectador son tan auténticas que sus efectos aún perduran en mi. No es tanto por la historia en sí, sino por la forma en que ésta conecta con el espectador, con sus más íntimas inquietudes, con esos miedos que supongo que, en mayor o menor medida, tenemos todos los mortales. El reflejo perfecto de todo ello es el personaje de Jack Shepard. Al hablar con su padre muerto y ser consciente, por vez primera, de que todos están muertos, su mirada transmite tal desamparo que no puedes evitar sentirte identificado con él. Sin embargo, cuando asume su realidad avanza con los demás feliz, dejando atrás unos miedos que ya no tienen sentido porque está con los suyos, con aquellos con los que compartió los momentos más importantes de su existencia. Viéndolo así, creo que nunca más tendré miedo.
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