Es curioso y reconfortante comprobar que todos, en el momento de cambiar de etapa en nuestras vidas estamos igual de perdidos, no importa cuál sea nuestro carácter ni lo elevada que esté nuestra autoestima ni tampoco la edad que tengamos. Supongo que a mi padre le pase igual aunque nunca me haya parado a pensar con detenimiento qué es lo que siente al mirarse en el espejo y ver que está más cerca de la jubilación que de la adolescencia. Ahora comprendo a mi abuela que, desde que tengo uso de razón, estaba agobiada no por su sobrepeso sino por el hecho de tener cada vez más arrugas y de hacerse vieja. A mi siempre me pareció que exageraba, al fin y al cabo, las abuelas son siempre mayores ¿no? Sin embargo, ahora que soy yo la que se encuentra en una fase de cambio, rodeada de amigos que dejaron atrás las salidas nocturnas para velar el sueño de sus hijos, comprendo lo que ella quería decir, sus temores, su miedo a no reconocerse en el espejo, a no valerse por si misma, a dejar de vivir en este mundo. No es éste el caso de los que comparten mi generación, claro, pero el hecho es que todos estamos igual de perdidos. Unos porque después de varios años trabajando descubren que siguen sin saber lo que quieren hacer con sus vidas; otros porque aún ven lejano el día en el que dejen de vivir de alquiler y tengan su propio hogar, su propia familia, y un tercer grupo porque están a las puertas del fin de su vida estudiantil y sienten el mismo vértigo que tuve yo hace más de ocho años. Para ellos es este post, para que dejen a un lado los nervios de los últimos exámenes, para que las fuerzas no les flaqueen, para que no pierdan la confianza en sí mismos y sean capaces de aplicar la energía necesaria para terminar el proyecto, la tesis y el Erasmus. Para que, sea como sea, seamos capaces de mirar hacia delante sin echarnos a temblar, sin desear quedarnos quietos, sin anhelar que otros con más experiencia decidan por nosotros en cuestiones importantes, vitales, trascendentales.
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