Era una lluviosa noche de mayo. Me disponía a ir a casa después de mi clase de catalán cuando los encontré. Casi una treintena de adolescentes, acompañados de chelos, contrabajos, clarinetes y flautas, ensayaban en mitad del vestíbulo del instituto en el que se impartían mis clases. A su alrededor, transcurría la vida del centro, bedeles que recorren los pasillos, alumnos que salen de clase, mujeres de la limpieza... y, sin embargo, ninguno parecía afectado por el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Me detuve sorprendida y maravillada y me quedé apoyada en la pared, escuchándoles, algunos me miraron, creo que extrañados, pero pronto siguieron con su tarea. Sólo una chica, supongo que animada porque yo me había detenido, optó por pararse a escucharlos. Nadie más. Todos salían cabizbajos, con prisa, como si a las diez de la noche empezara un día en el que no era posible detenerse siquiera a tomar aliento. Fue la única vez que los vi, lástima, porque no me hubiera importado disfrutar de aquel espectáculo cada tarde. He recordado este hecho al leer la iniciativa de un artista británico que ha decidido aportar su granito de arena para cambiar el mundo instalando pianos en las calles de varias ciudades con la esperanza de que no pasemos de largo, de que recordemos que somos personas, que no hay prisa, que hay que disfrutar de la vida y que comportándonos como si la gente que nos rodea no existiera no lo estamos haciendo bien. Me ha parecido una utopía tan maravillosa que, por un instante, me he olvidado de que cada día hay más indicios de que el mundo está herido de muerte, de que lo único que nos importa es el poder y el dinero, de que las personas no son más que números, obstáculos a los que deshumanizamos para poder obtener cada vez más y, a la vez, seguir sintiéndonos igual de vacíos e insatisfechos. Ojalá supiera tocar el piano.
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