Leí esta semana que un subsahariano había sido rescatado en aguas de Ceuta a punto de ahogarse tras intentar alcanzar suelo español con un flotador de botellas de plástico atadas a su cintura y, de repente, regresé de nuevo allí. Vivir lejos de las cosas, de las gentes, de las sociedades hace que olvides rápidamente aquello que un día te impactó para cambiar tu punto de vista al respecto para siempre. La primera vez que pisé tierras caballas hubo un salto masivo de inmigrantes subsaharianos a través de la valla fronteriza y aún recuerdo la impresión que eso causó en mi, como les veía caminar con la mirada ausente por las calles de la ciudad con aquellos chándals verdes del Ejército y su cuerpo lleno de cicatrices, recuerdo eterno del sufrimiento padecido. Muchos de ellos fueron repatriados sin miramientos aunque la imposibilidad de determinar el origen de la mayoría les salvó de la deportación para darles un futuro ¿mejor? Todavía me lo pregunto. Cuando les veo intentar llegar a nuestras cosas ¡a bordo incluso de frigoríficos! en unas condiciones que parecen abocarles a la muerte segura no puedo evitar pensar si realmente escapan del infierno o se meten en la boca del lobo sin saberlo. Ni siquiera un niño intentaría flotar con varias botellas de agua atadas a su cintura y, sin embargo, su desesperación es tal que ahí están, jugándose la vida para darles a su familia un futuro mejor. Me da tanto coraje ver que cada día lo hacemos peor que cuando intento pensar en una solución sólo se me ocurre hacer borrón y cuenta nueva. Quizá así el mundo volvería a ser un lugar habitable.
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