lunes, 13 de septiembre de 2010

El Islam, la naturaleza y el demonio


Ahora que el mundo árabe, ese ente geográfico con el que designamos a una religión (la musulmana), en el que no incluimos a los bosnios por ser europeos, pero sí a los turcos porque son medio asiáticos, y en el que los iraníes (persas) y los afganos (de mayoría pashtún) son los enemigos a batir, se erige como el gran Maligno del que debemos protegernos, me viene a la cabeza el discurso que este verano pronunció el Príncipe Carlos de Inglaterra con motivo del 25 aniversario del Oxford Centre bajo el título ‘El Islam y el medioambiente’. Y es que, cuanto menos sorprende que un miembro de la realeza europea escoja semejante título para referirse a una religión que promueve el odio, el machismo y la violencia según esos millones de entendidos que, cada día y sin haberse leído una sola página de aquello que con tanto fervor critican, se asoman a nuestra caja tonta para decirnos que el Corán es poco menos que el libro del demonio y que no sólo debemos quemarlo sino que debemos someter a sus fieles al más férreo control para evitar que terminen por extinguir a la civilización occidental con sus retrógradas ideas. Entonces, releo de nuevo el discurso principesco y me encuentro con frases como: “El Corán se considera la ‘última Revelación’ pero claramente reconoce qué libro es el primero. Ese libro es el gran libro de la creación, de la Naturaleza misma, que ha sido demasiado ignorada en nuestro mundo moderno, dando por sentado que estará siempre ahí, y que necesita ser reinstaurada en su posición inicial”. Y ahí es donde surgen mis dudas: ¿cómo es posible que el demonio, encargado sólo de atraernos hacia el mal, tenga en cuenta a la Naturaleza? ¿por qué Carlos de Inglaterra nos insta a volver la vista hacia el Islam para tomar ejemplo de su relación con el medioambiente, con el planeta que habitamos? Realmente no sé a quién seguir. Si al científico Hawking que nos insta a vivir el presente porque tiene la certeza de que ya no hay nada que nos aguarde tras la muerte, o al príncipe Windsor que dice que “la forma, puramente mecánica y científica, de acercarnos a los problemas que nos rodean que se ha impuesto en la sociedad actual”, no ha sido sino una estrategia para “que dejemos de creer en el alma o, si creemos, para al menos no admitirlo públicamente por miedo a parecer anticuados o anti científicos”. Ambos plantean sus posturas de forma que pueden llegar a convencer a quien les oiga, sin embargo, mi corazón me pide que confíe en las personas, en los sentimientos, en el alma, en que si todos fuéramos más piadosos, de la manera en que cada uno mejor considere, tal vez el mundo fuera un lugar más acogedor. Porque tal vez las religiones, o su aplicación literal, no se adapten a los tiempos en que vivimos al cien por cien pero, desde luego, seguir sus enseñanzas no nos haría ningún mal: amar al prójimo; respetar, apoyar y amar a nuestra pareja; ser fieles; respetar a nuestros mayores; cuidar la naturaleza, que nos provee de todo lo que necesitamos; ser humildes; ayudar a los más necesitados; no aprovecharse de las desgracias ajenas ni realizar malas acciones y, por último, confiar en que, el día de mañana, nuestras acciones serán nuestra única carta de presentación y es que ya lo dice el dicho: “hechos y no palabras”. Si aplicáramos esto, terminarían las guerras, la solidaridad global sería una realidad, la riqueza estaría más repartida y la gente dejaría de ser el “daño colateral” resultado de nuestros desmesurados intereses económicos.

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