El síndrome del Penúltimo Día me acecha de nuevo. Justo antes de un momento señalado -sobre todo si es positivo- se produce la tormenta perfecta. El cielo se oscurece por completo y se hace de noche. No se trata de un eclipse sino de una descarga de rayos, truenos y lluvias sin precedentes. La clave está en la posición temporal: sólo sucede el penúltimo día. No importa cuanto tiempo haya esperado ese momento ni las maravillas que me esperen apenas 25 horas después. El penúltimo día, mi mente y mi cuerpo dicen basta, consumen toda la energía restante y me invade el desaliento, creyendo que no llegaré viva a esa cita con mi destino. El tiempo parece detenerse, la emoción me embarga por completo, no puedo dormir y el reloj continúa inerte, como en una especie de tortura cronológica. Sólo quiero que pasen las horas para, por fin, disfrutar pero el penúltimo día, esa ilusión queda silenciada por el ruido ensordecedor de la tormenta y me veo sola en este universo cosmopolita alienígena y sólo quiero encerrarme en mi guarida a la espera de que la energía positiva del último día me invada y me acompañe hasta que la luz del Farero guíe de nuevo mi camino.
Afortunadamente, hoy ya es el último día, luce el sol, corre una ligera brisa y me encuentro de nuevo nerviosa y rebosante de energía. A lo lejos un tenue haz de luz se hace cada vez más presente. Mi Farero. Tierra firme. Por fin.
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