Es increíble como, a veces, un hecho cotidiano sin demasiada trascendencia, al menos no vital, supone una bofetada de realidad difícil de digerir. Tres de la tarde, incauta de rasgos caucásicos se acerca despreocupadamente a un restaurante de comida rápida, coge su hamburguesa, posa su bolso junto a la pared y hojea el periódico. De vez en cuando revisa el bolso, espera una llamada. Apenas cinco minutos después de la última hojeada recoge los bártulos para irse pero... ya no hay nada que recoger. El bolso ha desaparecido y con ella todas sus pertenencias. Tras los trámites burocráticos de rigor se da cuenta de que no tiene nada: ni móvil, ni dinero, ni identidad, ni tampoco las llaves de su casa. Suerte que sigue en el trabajo. Amablemente su jefa le presta lo necesario para pernoctar en un hotel, no precisamente de mala muerte. Agradece su suerte, ¡cómo no!, pero una punzada de amargura retuerce su estómago. ¿Cómo un simple robo cutre y salchichero puede dejarte completamente desamparada? Si hubiera ocurrido en día festivo, recién llegada a Polonia, sin amigos, sin números de teléfono, hubiera terminado en un albergue o apelando a la hospitalidad de sus desconocidos vecinos. Ahora más que nunca me doy cuenta de que mi padre tiene razón: "hay que tener amigos hasta en el infierno". Yo prefiero tenerlos más cerca y crear mi universo celestial con ellos. Tenía razón al pensar que mudarme a Polonia no era buena idea, al sufrir por no conocer a nadie, al pensar que iba a sentirme sola. 24 horas después he recuperado mi identidad y tengo dinero y hasta creo que podré dormir en mi casa pero sigo sin querer estar sola. Polonia será muy bonita pero aquí solo hay polacos; mis vikingos y mis moros están lejos. Hoy más que nunca, demasiado lejos.
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