Hay días en los que el transporte público me mata. Aunque soy una conductora vocacional lo cierto es que en la capital del reino, en la que los servicios públicos de transporte te llevan a todas partes por poco dinero y a todas horas, me he acostumbrado a utilizar el Cercanías, el metro y hasta el autobús y lo llevo bastante bien. Hasta que viene alguien y te estropea el día, claro. En líneas generales soy bastante sociable pero cuando me da por la asocialidad.... entonces está todo perdido. Todo me molesta y perturba mi paz interior y eso me da mucha rabia. Iba yo tranquilamente escuchando la radio y sumida en mis pensamientos a las 7.15 de la mañana en el tren que me lleva al trabajo cuando, en la segunda parada, se suben dos de esas personas que rezuman empatía por todos los poros de la piel. ¡Pero qué manía tiene la gente con ponerse a hablar a unas horas tan tempranas, cuando todos nos esforzamos por disfrutar de unos minutos más de sueño antes de afrontar el largo día! Las dos féminas, taytantos, con escasa vida interior y poco respeto por el personal, comienzan a charlar a voz en grito no de los agujeros negros, no; ni tampoco del gasto sanitario de Obama; ni de la victoria de España en el Eurobasket; ni siquiera de la crisis, no. Perturban mi tranquilidad para hablar del trabajo, para criticar a los compañeros y para calentar motores para lo que será el tema de conversación de sus próximas ocho horas hasta que vuelvan a subirse al tren a la hora de comer y le fastidien la siesta a todos los que vuelvan a Madrid después de un agotador día de trabajo. Por primera vez en mi vida, me levanto, me cambio de sitio y, a pesar de ello y de los cascos, ¡sigo oyendo sus voces! ¡Si hubiera derecho de admisión en el transporte público nos libraríamos de estas marujas y de los niñatos con la música del móvil a todo trapo! Igual habría que crear una plataforma ciudadana promoviendo esto...
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