Dicen que la rutina es la que acaba con los matrimonios pero no es sólo eso, acaba con las ilusiones, con las emociones, con el raciocinio y lleva, inevitablemente, a la muerte. A la muerte por aburrimiento o por los excesos cometidos por su causa. A mí me impresionó mucho la de Kurt Cobain. Yo estaba en plena adolescencia y él apenas tenía 27 años y había decidido poner fin a su vida ¿cómo era posible? ¿podía existir alguien sobre la faz de la Tierra que quisiera pasar a mejor vida teniéndolo todo en ésta? Parece que sí.
Nuestros padres pertenecen a esa generación que ya no sufrió las penurias de sus progenitores y que consideran que, en esta vida, tenerlo todo es más que suficiente para caer en los excesos que nos proporcionarán el billete directo al Edén. Por eso, vieron relativamente normal el abrupto final de este exitoso músico grunge que a principios de los 90 se hallaba en lo más alto de su carrera profesional. Sin embargo, lo que ellos no entienden es que la otra rutina, la de los pobres, es igualmente dañina.
Hablo de rutina por no hablar de esclavitud. Supongo que como somos libres de optar por apuntarnos al paro en lugar de sufrir las pésimas condiciones laborales en las que nos vemos inmersos la mayoría no se puede hablar de esclavos. Pero lo cierto es que el mundo global nos lleva a ello sin remedio. Somos meros títeres en manos de unas cuántas manos que manejan los hilos del mundo, llámense bancos, empresas de tecnología, gobiernos o empresarios. ¿Y qué hacemos nosotros? Enviar a nuestros sindicalistas de vacaciones a las Bahamas.
Y es que lo de ser jefe, es la mejor inversión que se me ocurre. Montas una empresa. De lo que sea. Inviertes en capital humano –con lo bonito que suena- y por el módico precio de siete euros la hora –menos de lo que cobra cualquier empleada doméstica- tienes atados a una silla a un centenar de pringados con un título universitario adornando la pared del salón. Lo único que falta es la pesada bola de acero atada al tobillo y el pico en la cuneta porque, por lo demás, es como estar en la cárcel: no ves la luz del sol más que a través de las ventanas; tienes horarios hasta para comer; no sabes a qué huele el aire, ni las nubes, ni qué se siente al notar la nieve sobre la cara....
Me estoy yendo del tema...
tienes que informar a cada instante de dónde estás; de lo que haces; es fundamental que parezca que estás ocupado para que no te carguen con los marrones de los demás; y, encima, tienes que tener cuidado de no darle la espalda más que a la pared porque los cuchillos vuelan. Pero, ¿qué tonterías estoy diciendo? Farruquito en la cárcel, con su tercer grado vive mejor que la mayoría de los que nunca hemos cometido un delito.
Y así se monta una empresa. ¿Para que putear a los tontos si por el mismo precio se puede tener a los listos? Así nadie te quitará ese puesto de jefe ganado a base de enchufes y no de méritos y los tendrás tan absolutamente anulados que ni siquiera tendrán fuerzas para rechistar porque la rutina es lo que tiene, que al igual que la obra, embrutece.
Después de una interminable semana aguantando a auténticos cabestros ya sean compañeros de trabajo, clientes o jefes y sufriendo indescriptibles dolores de cabeza aún hay alguien que tenga ganas de perder su tiempo libre en luchar por sus derechos? Sólo hay una respuesta: no. Con este panorama, lo único que nos queda es ligar en el trabajo así al menos la condena se nos hace más liviana. Y así cerramos el círculo: la rutina acaba con los matrimonios.
Nuestros padres pertenecen a esa generación que ya no sufrió las penurias de sus progenitores y que consideran que, en esta vida, tenerlo todo es más que suficiente para caer en los excesos que nos proporcionarán el billete directo al Edén. Por eso, vieron relativamente normal el abrupto final de este exitoso músico grunge que a principios de los 90 se hallaba en lo más alto de su carrera profesional. Sin embargo, lo que ellos no entienden es que la otra rutina, la de los pobres, es igualmente dañina.
Hablo de rutina por no hablar de esclavitud. Supongo que como somos libres de optar por apuntarnos al paro en lugar de sufrir las pésimas condiciones laborales en las que nos vemos inmersos la mayoría no se puede hablar de esclavos. Pero lo cierto es que el mundo global nos lleva a ello sin remedio. Somos meros títeres en manos de unas cuántas manos que manejan los hilos del mundo, llámense bancos, empresas de tecnología, gobiernos o empresarios. ¿Y qué hacemos nosotros? Enviar a nuestros sindicalistas de vacaciones a las Bahamas.
Y es que lo de ser jefe, es la mejor inversión que se me ocurre. Montas una empresa. De lo que sea. Inviertes en capital humano –con lo bonito que suena- y por el módico precio de siete euros la hora –menos de lo que cobra cualquier empleada doméstica- tienes atados a una silla a un centenar de pringados con un título universitario adornando la pared del salón. Lo único que falta es la pesada bola de acero atada al tobillo y el pico en la cuneta porque, por lo demás, es como estar en la cárcel: no ves la luz del sol más que a través de las ventanas; tienes horarios hasta para comer; no sabes a qué huele el aire, ni las nubes, ni qué se siente al notar la nieve sobre la cara....
Me estoy yendo del tema...
tienes que informar a cada instante de dónde estás; de lo que haces; es fundamental que parezca que estás ocupado para que no te carguen con los marrones de los demás; y, encima, tienes que tener cuidado de no darle la espalda más que a la pared porque los cuchillos vuelan. Pero, ¿qué tonterías estoy diciendo? Farruquito en la cárcel, con su tercer grado vive mejor que la mayoría de los que nunca hemos cometido un delito.
Y así se monta una empresa. ¿Para que putear a los tontos si por el mismo precio se puede tener a los listos? Así nadie te quitará ese puesto de jefe ganado a base de enchufes y no de méritos y los tendrás tan absolutamente anulados que ni siquiera tendrán fuerzas para rechistar porque la rutina es lo que tiene, que al igual que la obra, embrutece.
Después de una interminable semana aguantando a auténticos cabestros ya sean compañeros de trabajo, clientes o jefes y sufriendo indescriptibles dolores de cabeza aún hay alguien que tenga ganas de perder su tiempo libre en luchar por sus derechos? Sólo hay una respuesta: no. Con este panorama, lo único que nos queda es ligar en el trabajo así al menos la condena se nos hace más liviana. Y así cerramos el círculo: la rutina acaba con los matrimonios.
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