Ayer hizo una semana que celebramos el Eid al fitr, el día que marca el final del mes de Ramadan, del ayuno y de la reflexión y que constituye una gran fiesta de hermandad para todos los musulmanes. Aprovechando las ventajas de mi trabajo me tomé el día libre y acepté la propuesta campestre de mi pequeña gran familia catalano-musulmana. Barbacoas, comida a tutiplén, coches cargados de niños y un día poco caluroso fueron los ingredientes principales de una jornada que se desarrolló a la sombra de los árboles que poblaban el merendero en el que nos instalamos. A lo tonto a lo tonto, nos juntamos 75 personas, contando a la legión de pitufos, de nacionalidades y rasgos muy diversos aunque con el Islam como denominador común.
La jornada transcurrió de la misma manera que cualquier otra reunión campestre de amigos salvo por las pequeñas interrupciones en las charlas y en los fogones para cumplir con las oraciones preceptivas. Fue la primera vez que recé al aire libre y debo decir que me encantó. Supongo que el hecho de ser los únicos en aquel paraje hizo que no me sintiera incómoda ante las miradas de gente ajena al grupo. La verdad es que me resultó incluso gracioso ver cómo, de repente, surgían alfombras, toallas y esterillas de los lugares más insospechados, para que pudiéramos estar cómodos. No deja de sorprenderme el hecho de que los niños, los más pequeños, aquellos que apenas comienzan a dar sus primeros pasos en firme, se aferran a sus padres y repiten sus movimientos con una naturalidad pasmosa y participan, siquiera por unos minutos, de la tranquilidad que acompaña a los momentos del rezo.
Fue un día realmente estupendo, una de esas jornadas en las que te debates entre rendirte al cansancio o continuar departiendo con los que aún no se han marchado. Sé que a muchos les parece que veo demasiados pajaritos últimamente pero es que es así como me siento. En realidad no es nada tan distinto, o tal vez sí, pero el hecho es que me siento bien, no es sólo que pase un rato ameno con gente que te hace sentirte querida sino que te olvidas por completo del reloj y disfrutas de una jornada en la que el aire parece diferente. Tal vez vivirlo sea la única forma de poder entender lo que trato de transmitir pero el hecho es que me siento bien, tanto que lo único que echo de menos es tener cerca a aquel con quien me gustaría compartirlo.
La jornada transcurrió de la misma manera que cualquier otra reunión campestre de amigos salvo por las pequeñas interrupciones en las charlas y en los fogones para cumplir con las oraciones preceptivas. Fue la primera vez que recé al aire libre y debo decir que me encantó. Supongo que el hecho de ser los únicos en aquel paraje hizo que no me sintiera incómoda ante las miradas de gente ajena al grupo. La verdad es que me resultó incluso gracioso ver cómo, de repente, surgían alfombras, toallas y esterillas de los lugares más insospechados, para que pudiéramos estar cómodos. No deja de sorprenderme el hecho de que los niños, los más pequeños, aquellos que apenas comienzan a dar sus primeros pasos en firme, se aferran a sus padres y repiten sus movimientos con una naturalidad pasmosa y participan, siquiera por unos minutos, de la tranquilidad que acompaña a los momentos del rezo.
Fue un día realmente estupendo, una de esas jornadas en las que te debates entre rendirte al cansancio o continuar departiendo con los que aún no se han marchado. Sé que a muchos les parece que veo demasiados pajaritos últimamente pero es que es así como me siento. En realidad no es nada tan distinto, o tal vez sí, pero el hecho es que me siento bien, no es sólo que pase un rato ameno con gente que te hace sentirte querida sino que te olvidas por completo del reloj y disfrutas de una jornada en la que el aire parece diferente. Tal vez vivirlo sea la única forma de poder entender lo que trato de transmitir pero el hecho es que me siento bien, tanto que lo único que echo de menos es tener cerca a aquel con quien me gustaría compartirlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario