La guaja se lanza a cruzar el charco persiguiendo un sueño. Atrás lo deja todo y, a pesar de que está convencida del paso, le tiemblan las piernas al pensar en lo que deja atrás. "Tengo miedo pero sé que si no me voy, lo lamentaré. Cuando pienso en mi familia, en que estaré muy lejos, en que no sé que será de mi de ahora en adelante, si volveré alguna vez a casa, mi camino oscila un poco, pero lo tengo tan claro, que nada de todo eso me hace replantearmelo". Atrás queda también él, incapaz de seguir a quien -dice- es el amor de su vida, bloqueado por el miedo y anclado a absurdos apegos menos importantes que el amor y que, por desgracia, lo mantienen alejado de ella.
Los cuentos infantiles, los tradicionales, esos plagados de príncipes valientes, princesas encantadas y brujas malvadas, tienen como finalidad enseñarnos una importante lección vital: sólo los valientes ganan, sólo tras los dragones, las brujas, los encantamientos maléficos se esconden las deliciosas perdices. Y parece que no todos nos quedamos con la moraleja de la misma manera. Siempre creí que debería haber sido un chico, no porque lamentara ser mujer sino porque reconocía en mi características más propias de un testarudo caballero que de una frágil princesa. Para mi no hay más miedo en esta vida que el de ser una cobarde, que el de no perseguir un sueño por miedo al fracaso, a la soledad, por eso no concibo a quienes callan en los momentos cruciales, en esos en los que una sóla palabra basta para cambiar una historia que ambos desean con fuerza. Dice la guaja que sólo quienes juegan a ganar avanzan en esta vida, que esconderse tras los complejos y los miedos nos relega siempre al segundo puesto. No importa el resultado porque habrás seguido tu instinto, por eso, quedarse sentado mirando al mar sin atreverse a mojarse un sólo dedo jamás te permitirá saber cuán fría está el agua, cuán salada es o cuán delicioso será estar a remojo durante unos minutos. Ni un sólo pensamiento, por preciso que sea, nos permitirá imaginar fielmente cómo es bañarse en el mar excepto si dejamos el miedo a un lado el tiempo suficiente como para mojarnos el pie. Después, lamentaremos el rato que estuvimos al sol y el poco rato que quede hasta que oscurezca y haya que volver a casa.
Yo soy cabezota pero también indecisa en según que situaciones, sin embargo, cuando me doy cuenta de que el absurdo bloqueo me aleja de aquello con lo que sueño, tiendo a cerrar los ojos y a dar un salto adelante. Hasta ahora nunca me arrepentí, nunca dejé nada sin hacer, nunca me fui a dormir lamentando ser una cobarde. De ser él, seguiría a la guaja al fin del mundo, los amigos siempre estarán ahí, la familia también y las montañas... Pero Corocota, a pesar de ser un insigne guerrero cántabro, se aferra a sus miedos y la deja marchar. Aún le queda una semana, todavía puede cerrar los ojos, comprar el billete y correr junto a ella a salvar indígenas, por desgracia, le falta coraje.
Ojalá fuera como en los cuentos, ojalá con que uno fuera valiente y matara dragones, el otro cayera rendido a sus pies y fueran felices para siempre. Ojalá los guerreros fueran verdaderamente valientes y se dejasen de cálculos matemáticos. Ojalá entendieran que en el amor, lo único que hay que escuchar es el corazón.
Los cuentos infantiles, los tradicionales, esos plagados de príncipes valientes, princesas encantadas y brujas malvadas, tienen como finalidad enseñarnos una importante lección vital: sólo los valientes ganan, sólo tras los dragones, las brujas, los encantamientos maléficos se esconden las deliciosas perdices. Y parece que no todos nos quedamos con la moraleja de la misma manera. Siempre creí que debería haber sido un chico, no porque lamentara ser mujer sino porque reconocía en mi características más propias de un testarudo caballero que de una frágil princesa. Para mi no hay más miedo en esta vida que el de ser una cobarde, que el de no perseguir un sueño por miedo al fracaso, a la soledad, por eso no concibo a quienes callan en los momentos cruciales, en esos en los que una sóla palabra basta para cambiar una historia que ambos desean con fuerza. Dice la guaja que sólo quienes juegan a ganar avanzan en esta vida, que esconderse tras los complejos y los miedos nos relega siempre al segundo puesto. No importa el resultado porque habrás seguido tu instinto, por eso, quedarse sentado mirando al mar sin atreverse a mojarse un sólo dedo jamás te permitirá saber cuán fría está el agua, cuán salada es o cuán delicioso será estar a remojo durante unos minutos. Ni un sólo pensamiento, por preciso que sea, nos permitirá imaginar fielmente cómo es bañarse en el mar excepto si dejamos el miedo a un lado el tiempo suficiente como para mojarnos el pie. Después, lamentaremos el rato que estuvimos al sol y el poco rato que quede hasta que oscurezca y haya que volver a casa.
Yo soy cabezota pero también indecisa en según que situaciones, sin embargo, cuando me doy cuenta de que el absurdo bloqueo me aleja de aquello con lo que sueño, tiendo a cerrar los ojos y a dar un salto adelante. Hasta ahora nunca me arrepentí, nunca dejé nada sin hacer, nunca me fui a dormir lamentando ser una cobarde. De ser él, seguiría a la guaja al fin del mundo, los amigos siempre estarán ahí, la familia también y las montañas... Pero Corocota, a pesar de ser un insigne guerrero cántabro, se aferra a sus miedos y la deja marchar. Aún le queda una semana, todavía puede cerrar los ojos, comprar el billete y correr junto a ella a salvar indígenas, por desgracia, le falta coraje.
Ojalá fuera como en los cuentos, ojalá con que uno fuera valiente y matara dragones, el otro cayera rendido a sus pies y fueran felices para siempre. Ojalá los guerreros fueran verdaderamente valientes y se dejasen de cálculos matemáticos. Ojalá entendieran que en el amor, lo único que hay que escuchar es el corazón.
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