La jornada de vaga me dejó un sabor agridulce. Por un lado, con la sensación de que de nada sirven las manifestaciones porque el poder no se conmueve, no tiene emociones, y, porque, nosotros, estamos demasiado acomodados, nos apretamos el cinturón pero salimos a flote y seguimos yendo de cañas, porque somos incapaces de pasarnos días y días en la calle como en Argentina, en la banlieu parisina o en cualquiera de los países árabes. Y yo la primera, vamos, que ni fui a la manifestación ni dejé de trabajar ni nada de nada. Y por otra con el absurdo sueño de que si dejásemos de ver tanta tele, de cultivar nuestro cuerpo, de abandonarnos en los vicios cuando las cosas van mal, tal vez habría esperanza. El marqués Aaster Iskoh no está de acuerdo con tanto cinismo. Dice que salir a la calle sacó a España del franquismo, que está haciendo posible el cambio, que sirve más que quedarse en el sofá, lamentándose. Pero no puedo evitar pensar que los políticos nos engañan y nosotros, en cierto modo, lo merecemos, por cobardes, por egoístas, por vivir sin mirar a los que tenemos al lado.
Y eso nos pasará factura. El pensamiento crítico ha desaparecido de nuestro horizonte y la masa anónima de la que formamos parte sigue mansamente lo que ordena el pastor del rebaño. El mundo tal cual lo conocemos está a punto de concluir, el ocaso de EEUU se acaba y quién sabe qué vendrá después. La guerra nuclear se acerca y TODOS vamos a sufrir las consecuencias como sigamos pensado que Irán se lo merece. Si Israel lanza el Jericho 1 o el 2, estaremos a salvo, la devastación será total en Oriente Medio, pero si lanza el Jericho 3, más nos vale que nos pille al otro lado del charco.... La cuestión es que, más de medio siglo después, seguimos sin haber aprendido de nuestros errores y nos abocamos a un desastre mayor que el de Hirosima. Todo por imponernos por la fuerza, por querer un rebaño homogéneo, por querer exterminar a todo aquel que nos lleva la contraria. Ignoramos la verdad porque consumimos propaganda. Al Jazeera lo deja bien claro.