En 1997, moría Lady Di en París y la Guardia Civil rescataba de un zulo a Ortega Lara, tras el secuestro más largo de la historia de España. Ese mismo año, empecé a estudiar Periodismo cumpliendo así mi sueño de dedicarme al mundo de la comunicación que, en aquellos momentos, me tiraba por la vertiente de la prensa deportiva. En aquel entonces, no todo el mundo tenía móvil —de hecho, yo heredé uno que tenía mi padre y que era, literalmente, del tamaño de un ladrillo— y el ordenador se usaba para editar textos en word y para chatear por el messenger. No había estallado aún el boom de internet y las relaciones humanas y el trabajo eran totalmente analógicas. Mi kit de estudiante universitaria también incluía un ordenador que hoy no querría ni mi hija de dos años pero, en aquella época, era lo normal. El primer curso de periodismo fue una absoluta decepción pues el 90% de las asignaturas eran una continuación de COU —sí, en aquel entonces la reforma de la LOGSE aún no había alcanzado a todos los cursos— y lo único diferente fueron las clases de Derecho, que nos impartía un gran profesor y personaje con una reputación realmente escandalosa para una universidad católica, y las de Diseño, que eran totalmente teóricas y aburridas excepto por el hecho de que, a lo largo del trimestre, teníamos que maquetar una revista de, al menos, 16 páginas. Para que os hagáis una idea, no había ni que buscar texto con el que rellenarlo. Automáticamente, se ponía texto falso y a correr. Solo teníamos, pues, que maquetar, poner los titulares, sumarios, subtítulos, ladillos y fotografías. Casi nadie tenía el programa ni un ordenador lo suficientemente moderno así que casi todas las mañanas del primer trimestre de mi vida universitaria me las pasé haciendo cola, de noche, junto a una veintena de compañeros más, en la fría calle Compañía, hasta que se abría la facultad y el aula con los ordenadores. Allí nos sentábamos, muchas veces de dos en dos, para avanzar algo en un proyecto que odié desde el primer minuto hasta el último. Con el paso de los años, la única vez que trabajé en un periódico, hice mis pinitos maquetando algunas páginas y la cosa ya no me pareció tan rematadamente difícil.
Recuerdo perfectamente que, en mi tercer año, cuando estrenábamos nuevo edificio y nueva ubicación, empezó a conocerse Internet. Por aquel entonces, aún era algo muy rudimentario, el correo era Yahoo o Hotmail y luego estaban los buscadores: Terra y Ozú. Google llegaría muuucho tiempo después. Yo, que siempre he sido muy analógica, tenía miedo de sentarme ante el ordenador a configurar mi cuenta de correo porque los ordenadores estaban en la biblioteca, a la vista de todos, y eran tan modernos que ni siquiera sabía donde estaba la tecla de encendido. Esperé un montón de días y solo me senté ante ellos cuando mi amiga más friki se sentó conmigo y me creó la cuenta.
Desde entonces han pasado 20 años, ahí es nada, pero es que aún no tengo 40 y ya me siento totalmente obsoleta. La revolución digital me pilló joven pero no tanto como para que el aprendizaje fuera tan intuitivo como el de los niños de ahora o el de los que solo son cinco o seis años menores que yo. Si miro a mi alrededor, me siento como mi padre que, con 62 años, maneja el móvil de forma básica y no sabe cómo se enciende el ordenador. La mayoría de la gente de mi promoción, supo adaptarse al mundo digital y trabaja como community manager o en alguna de esas profesiones que no sé para qué sirven porque la revolución 2.0 llegó a mi vida como consumidora y no como profesional. Pero no me quejo. La verdad es que estoy contenta así, al final he desarrollado mi vida por los caminos que he considerado oportunos así que no cabe la opción de arrepentirse. Uno se arrepiente de lo que no hace o de lo que le obligan a hacer pero cuando puedes hacer lo que quieres... Dieciséis años después de terminar la carrera y con trece ejerciendo como periodista en distintos medios y ciudades, me he dado cuenta de que para cambiar el mundo, no hace falta ser periodista porque, lo más seguro es que justo así, no puedas cambiar absolutamente nada. A lo largo de mi carrera profesional he tenido suerte, he hecho lo que quería. Tal vez porque en aquella época no era muy revolucionaria y mis ámbitos competenciales no eran especialmente sensibles. La única vez que me topé con la censura fue trabajando en el periódico, en uno local, pequeño, sin gran repercusión, en el que los dueños, totalmente desconocedores del mundo del periodismo e, incluso, de las reglas gramaticales del español, imponían su criterio, su censura y sus amiguismos cuando menos te lo esperabas. Pero no solo ha sido mi experiencia personal, que después de todo, no ha sido ni tan mala. Ha sido tomar conciencia del mundo en que vivimos, del lado oscuro de la fuerza, ese lado oscuro que creemos que solo existe en Star Wars pero que está aquí mismo, solo que Darth Vader no tiene cara de Darth Vader sino de Luke Skywalker o de Obi Wan Kenobi y, a veces, hasta de Anakin.
Yo no me he reciclado profesionalmente aunque tampoco es que sea una completa analfabeta digital, ya veis, ¡hasta escribo un blog! pero mis intereses personales y laborales han cambiado tantísimo que no he visto la necesidad de adaptarme en profundidad.
Mi verdadera revolución, no ha venido de la universidad ni del desarrollo de mi profesión. Mi verdadera revolución ha sido desarrollar mi vida conforme al binomio ensayo-error. Siempre he seguido mis instintos. Unas veces me he pegado un batacazo y otras, he acertado pero siempre me he levantado y he seguido adelante. De este modo, descubrí que el periodismo con el que soñaba no existe y que soy más feliz traduciendo. Que, como sospechaba, mi vida personal es más importante que mi vida profesional y que la conciliación para mi, no es buscar la forma de llegar antes a casa sino buscar el modo de estar en casa y trabajar un poco. Que la verdadera revolución, el verdadero cambio del mundo y de la sociedad empieza desde el ámbito doméstico, primero cambiando tú, siendo el tipo de persona que crees que tienes que ser y siendo consecuente con tus valores hasta el extremo y segundo, educando a tus hijos conforme a esos valores que crees que son tan necesarios en la sociedad. La revolución negro sobre blanco sirve más bien para poco, para agitar unas cuantas conciencias, sí, pero sobre todo para alimentar tertulias de bar y para envolver pescado. El cambio llevado a la práctica en una persona influye en su entorno más cercano y, quién sabe, quizá termine extendiéndose como una ola en el mar.