Hay mañanas que me levanto con el irrefrenable deseo de vivir en una isla desierta, lástima que no tenga ningún súperpoder para trasladarme volando o viajando a través del espacio a ese remoto lugar que me permitiría alejarme del mundanal ruido y disfrutar de un tiempo de completa soledad.
Y es que el ruido me mata, cada vez soy más intolerante. Lo siento. Y no me refiero al ruido de los coches, de los aparatos electrodomésticos o de las obras en la calle, no. Me refiero a un ruido que, para mí, es aún más insoportable: el ruido humano. Cada mañana lucho contra mí misma para no aumentar mis niveles de intolerancia hasta extremos cada vez más irreconciliables. Y es una lucha titánica. ¡Con lo fácil que es dejarse llevar por el odio a los demás cuando te encuentras en una cocina atestada de gente que habla a gritos, sin pararse a respirar para, encima, comentar chorradas que más bien estarían a buen recaudo en el interior de sus cabezas! Y es que en eso se ha convertido la globalización. En una absoluta deshumanización de las personas y de sus relaciones. Somos cabestros vagando sin rumbo fijo a la espera de que alguien nos indique el camino a seguir. Vivimos para trabajar y nos vemos obligados (por las circunstancias socio-económicas) no sólo a compartir nuestro espacio con gente que ni conocemos sino a compartir nuestro tiempo con gente que no nos interesa lo más mínimo.
Llego a casa, son más de las diez. Enciendo la tele con la sana intención de distraer mi mente, de aprender, de ver algo interesante y lo que veo no me enseña lo que espero. Pero siempre aprendo. Aprendo que hay mucha gente insustancial por el mundo que se forra saliendo en los medios vendiendo su vida mientras mi existencia se vuelve más y más mediocre porque no alcanzo, ni de lejos, las metas que me propongo. Si viviéramos en una verdadera meritocracia....
Y luego están los políticos. ¡Oh, sí, la política! Fantástica clase social que se dedica a tomarnos el pelo durante cuatro años para, los cuatro siguientes, continuar haciéndolo. Y así hasta el infinito. Aunque muchos se empeñen en mantenerse fieles a un determinado partido, yo hace tiempo que aprendí que, en realidad, sólo hay uno: el de los políticos. Sean del color que sean: verde, azul o rojo todos tienen un mismo objetivo: llegar al poder y beneficiarse de su posición lo máximo posible. Por este motivo ¿para qué ser egoístas? Favorezcamos la alternancia para que, al menos, se aprovechen de la situación el mayor número posible de personas. ¿Lo demás? Son todo pamplinas. A nadie le interesa lo que suceda en Gaza, ni la crisis del gas ruso ni tampoco la situación de Darfur o el cambio climático. La lectura es: si perdemos Israel, Occidente ya no tendrá presencia fija en Oriente Medio; tenemos que darle ciertas prebendas a los rusos porque los petrodólares pueden enriquecernos; Darfur sólo interesa si cerca hay minas de diamantes o yacimientos de gas y el cambio climático..... el cambio climático no es más que otra excusa para que cuatro aventajados se forren vendiendo nueva tecnología que, casualmente, imponen los gobiernos mundiales de la aldea global. Lo dicho. Hay días en los que me iría a vivir a una isla desierta.
Y es que el ruido me mata, cada vez soy más intolerante. Lo siento. Y no me refiero al ruido de los coches, de los aparatos electrodomésticos o de las obras en la calle, no. Me refiero a un ruido que, para mí, es aún más insoportable: el ruido humano. Cada mañana lucho contra mí misma para no aumentar mis niveles de intolerancia hasta extremos cada vez más irreconciliables. Y es una lucha titánica. ¡Con lo fácil que es dejarse llevar por el odio a los demás cuando te encuentras en una cocina atestada de gente que habla a gritos, sin pararse a respirar para, encima, comentar chorradas que más bien estarían a buen recaudo en el interior de sus cabezas! Y es que en eso se ha convertido la globalización. En una absoluta deshumanización de las personas y de sus relaciones. Somos cabestros vagando sin rumbo fijo a la espera de que alguien nos indique el camino a seguir. Vivimos para trabajar y nos vemos obligados (por las circunstancias socio-económicas) no sólo a compartir nuestro espacio con gente que ni conocemos sino a compartir nuestro tiempo con gente que no nos interesa lo más mínimo.
Llego a casa, son más de las diez. Enciendo la tele con la sana intención de distraer mi mente, de aprender, de ver algo interesante y lo que veo no me enseña lo que espero. Pero siempre aprendo. Aprendo que hay mucha gente insustancial por el mundo que se forra saliendo en los medios vendiendo su vida mientras mi existencia se vuelve más y más mediocre porque no alcanzo, ni de lejos, las metas que me propongo. Si viviéramos en una verdadera meritocracia....
Y luego están los políticos. ¡Oh, sí, la política! Fantástica clase social que se dedica a tomarnos el pelo durante cuatro años para, los cuatro siguientes, continuar haciéndolo. Y así hasta el infinito. Aunque muchos se empeñen en mantenerse fieles a un determinado partido, yo hace tiempo que aprendí que, en realidad, sólo hay uno: el de los políticos. Sean del color que sean: verde, azul o rojo todos tienen un mismo objetivo: llegar al poder y beneficiarse de su posición lo máximo posible. Por este motivo ¿para qué ser egoístas? Favorezcamos la alternancia para que, al menos, se aprovechen de la situación el mayor número posible de personas. ¿Lo demás? Son todo pamplinas. A nadie le interesa lo que suceda en Gaza, ni la crisis del gas ruso ni tampoco la situación de Darfur o el cambio climático. La lectura es: si perdemos Israel, Occidente ya no tendrá presencia fija en Oriente Medio; tenemos que darle ciertas prebendas a los rusos porque los petrodólares pueden enriquecernos; Darfur sólo interesa si cerca hay minas de diamantes o yacimientos de gas y el cambio climático..... el cambio climático no es más que otra excusa para que cuatro aventajados se forren vendiendo nueva tecnología que, casualmente, imponen los gobiernos mundiales de la aldea global. Lo dicho. Hay días en los que me iría a vivir a una isla desierta.
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